Destino final: Marruecos.
Destino final: Marruecos. Paginas 139 hasta 148.
La incipiente claridad del albor golpea contra el visillo. Sé que detrás de los estratocúmulos vigila el sol, preparando su oficio. Se escuchan los escurrimientos de agua, bajando en forma de cordones desde el balcón de arriba. Las estrazas que asemejan ser cortinas, están corridas de extremo a extremo. Hoy he despertado, tal cual como otras veces: aturdido y lúbrico. Como si ese pequeño detalle no bastara: me levanté sintiendo una gana incontrolable por vaciar la vejiga. Siento carraspera. Mi garganta está seca y casi no produzco saliva. Mi piel está como afiebrada. Mi cabeza gira como carrusel: todo gira en mi entorno. Ese malestar se me ha vuelto un vicio. Ando de puntillas entre las cosas regadas sobre el piso. Sufro esa amnesia típica. Parte de la vetusta alfombra se encuentra anegada y claramente se mira la huella del agua. La puerta de cristal aún yace entreabierta. No escucho el gorjeo de las aves asiladas entre las ramas de los aligustres, los olmos y las jacarandas allá abajo. Sobre el buro de la izquierda está mi reloj digital, mi radio, mi alarma, todo en uno solo, y me anuncia las 5:45 de la mañana. En esta época de otoño amanece muy tarde. Ahora no atino a recordar en qué términos finalizó la fiesta. Al igual que en otras ayeres: me encontré desnudo bajo las sábanas. Naima permanece recostada en el otro lado de mi cama, cubierta en partes por mis cobijas, con su gesto sereno, con su cabello acariciando el abra de su pecho. Candorosa dibuja una leve sonrisa en sus labios, pero ha guardado para luego: el aura que yo le reconozco. Ella no yace desnuda e informal como yo: descansa segura, con unos pantaloncillos y la camisola que traía para usarla de cambio ayer por la noche. Ignorando cómo fue a parar en mi cama: permanezco desnudo, en el centro del cuarto, sacando deducciones. Trato de calcular quién está al cuidado de quién. Es ella quien asume la diligencia o soy yo. A pesar del aturdimiento, estoy obstinado en salir del laberinto. Mientras orino detecto la ropa intima de Naima, su jersey, su camiseta recién adquirida de Marley. Colgado todo, en orden, sobre el tubo de las cortinas de la bañera, repartiendo su espacio junto a mi ropa. 25sep13 No tengo ánimo de forzar a la memoria y prefiero regresar a la cama, acomodándome a su lado, sin fuertes movimientos: ella ha colocado una montaña de cobijas en medio de nuestros cuerpos. Sin saber o sabiendo ¿cómo voy a saberlo? Ella se ha tumbado del lado contrario dándome la espalda. El ensueño de no saber qué es cierto va venciéndome. Mis ojos miran el contorno de su cuerpo a través de una rendija –como si fuera el Popocatépetl que visité dos veces con Marlene. Después de eso tengo una mescolanza de sueños, un bodrio de sucesos que -según yo-, no tienen mucho que ver conmigo. Excepto por las huellas en el picaporte, las manchas en la alfombra verde, mis manos manchadas y enrojecidas, y el tufo a sangre. De cualquier manera las imágenes ya no son nítidas; comienzan a diluirse y disgregarse. Mientras duermo van llegando las imágenes, no sé si son producto de la imaginación, o son recuerdos, pero van llegando. Bebemos sorbos de la misma botella Naima y yo. Ni la noche ni la lluvia tienen fin para nosotros. Encendí un cigarrillo adentro, en el cuarto, lo protejo contra el agua, fumo como un experto y le paso bocanadas de humo a Naima. Ella tiene sus labios a milímetros de los míos, tan así que en una de esas creamos una argamasa con su boca, la mía, con humo, con vino. Consolidamos el ligero beso con el agua que escurre de una boca a la otra. Eso lo recuerdo sin duda, o lo sueño hito: insisto. Ha sido breve pero divertido. Lo entiendo así, porque su risa alborozada me contagia. Ella sigue el ritmo de la música bailando con las manos hacia arriba. Yo me olvido del cigarrillo -el agua se encargará de destrozarlo-, sé que hago una buena dupla con ella, pero al alzar las manos invocando al cielo, jamás olvido tapar la boquilla de la botella con mi dedo pulgar. Debemos meternos: nos va a hacer daño –creo que me dijo, o soñé que me lo decía-. Torpes reímos juntos, adentro en mi habitación, sobre el linde del pequeño balcón. Estamos alegres. Ella lleva más ritmo en su cadera, en cambio yo parezco tabla. Naima presume sus dientes collar de perlas. El hoyuelo de su cara denota mi teoría de que irradia alegría, que ha sido una buena noche entre nosotros, y que la lluvia y el vino nos han inspirado a desplegar las alas. Pareciera que los únicos seres vivos fuéramos nosotros: no hay más luces encendidas en nuestro Toscana, ni enfrente en la Perla Madre, ni más acá, ni acullá. El edificio ya no se asemeja a las fichas de dominó que imagino cuando me arrellano en la banca verde del camellón de enfrente. Nosotros desbordamos energía. Adentro se escucha a una Sade Adu llena de sentimiento. Acá afuera Naima se contonea como lo hace Sade en Kiss of love. Luego de este chapuzón habremos de secarnos –creo que le digo en el sueño o en el recuerdo-. Ella toma mi mano y me conduce a mi propia regadera. Somos amigos-recuerdo que le digo-. Sí claro –me afirma ella, mientras el vapor en la bañera finaliza mi sueño, o deja a la intemperie a mi memoria-. La última imagen que viene de ella es: una Naima que avanza a mi lado, tambaleante igual que yo, me ayuda a recostarme, y mientras voy cayendo al abismo de mi almohada; la jalo por los brazos; miro su carita luminosa; me empalago con su aura y me dice: ha llegado Levana, ahora mismo viene. Mi mutis asemeja se llena de esperanzas, de ideas, de Marruecos y Levana. Entumido me miro allá adentro: cerrando los ojos; quiero dormir y soñar, dentro del recuerdo o del ensueño. Compruebo que Naima desaparece –como en un remanso-, luego del contacto de mis pestañas. El silencio es un campo minado de soledades, de seres huecos y de un tiempo tieso. A veces el silencio se hace espeso, a veces se alarga en un camino interminable, a veces cierra su gaza de neblina y se condensa. Cuando sucede eso, van llegando a la mente: rostros demacrados, labios llenos de pereza, partes irremplazables de alguna de ellas, y repuestos para un ayer que ya no tiene más compostura. Yo me hundo en mi letargo; giran a mi derredor: noticias de otros tiempos, pequeños trozos de ellas: el pecho terciopelo de Tamara, el abrazo sofocante de Isabelle, los ojos de Naomi en nuestras madrugadas, los viajes rápidos a las coordenadas de Xiomara, las manos confortantes de Irasema, el sosiego sobre el cuerpo de Marla mirando al horizonte, los ojos verde hipnotizadores de Jade, la inaugural sonrisa de Berenice, cuando llegué acá buscando un refugio. El silencio se hace compacto, como un lago quieto, luego se rompe mientras removemos sus aguas, y crea vida. Cuando desperté por segunda ocasión Naima ya no estaba. Había una humedad vacía, sobre la diestra de mi cama. Sobre la almohada una nota. ¿Por qué siempre lo decimos con las notas? ¿No son acaso las palabras, poco más sencillas? Necesito muletas para avanzar con las ideas. Siempre es lo mismo. La resaca hace estragos, me pone de genio, erro sobre mis decisiones. Para mi mala suerte no hay siquiera indicios, de que yo sea candidato para tener el Síndrome del acento extranjero que le he comentado a Naima. Jugueteo con la papeleta doblada durante un rato, pasándola de una mano a la otra mientras pienso. Antes de intentar leerla: repaso mi cuarto bajo la ayuda de mi mirada enturbiada. La luz entra sin coto a mi cuarto. El inusual orden: los zapatos en su lugar dentro del armario, los pocos pantalones bien doblados y colgados, mi saco húmedo en el respaldo de la silla, mi Fedora en el perchero detrás de la puerta, mis notas y mi computadora en el secreter improvisado, las botellas de vino y las dizque copas: en el cesto de la basura –una de ellas aún presenta los surcos sutiles de los labios de Naima-, parte de la alfombra está mojada, la puerta de la bañera entreabierta, sobre el tubo de la ducha se encuentra colgada mi camiseta de manga larga y mis trusas, pero ya no se mira tendida la ropita llamativa de Naima (nada de jersey o de braguitas coloridas). La nota estaba escrita en cursiva, estilizada, en una esquina superior: impreso un beso –el color de labial era tenue-, aún se pervivía fácilmente un perfume delicado; estoy convencido que era puño y letra de Naima. Hola. Espero hayas disfrutado la noche que pasamos nuevamente juntos. Te repito que para mí ha sido única, ni qué decir que es una especial, una que sobresale a todas, gerifalte –como dices tú una parte de la novela que escribes-. Si la describo en una palabra: maravillosa. Creo que nunca había tomado tanto. Eres bueno para orillarla a una. Además: te has puesto muy “jacarandoso” en la bañera. Estuviste necio conmigo, y gracioso. Nos metimos bajo el agua caliente para evitarnos resfríos. Somos amigos –ya sabes-. Me insistías que te lo repitiera. Pues ahora te lo repito: eres el mejor, en todos los sentidos. Me da gusto que me hayas sacado a pasear. En verdad te lo agradezco, porque saqué al aire –o a la lluvia, en este caso- toda mi alegría arrumbada. Ya extrañaba eso. Gracias. Bueno –quitando las formalidades- debo decirte que baje a mi piso y me encontré a Levana. Ella había prometido que iría, pero no subió. Dijo que se ocupó en otras cosas ¿?. El caso es que quedamos de vernos ya sea en la tarde, o en la noche. Me pidió que le llamáramos a su móvil a ver en donde andaba. Que ella permutaría sus compromisos para reunirnos nuevamente. Dijo: dile que ya le tengo algo preparado. Yo consideré importante eso. Me puse un cambio y subí de nuevo: tú estabas como desmayado –tuve que bajar las cobijas para revisar la respiración-. Por lo “otro” no te preocupes: estabas tal y como nos dormimos. Ya te conozco, y no miré más allá de lo normal. Bueno. Entonces ¿me llamas cuando estés listo? Ahí estaré en mi cuarto descansando. P.D. Baruch: otra vez –no importa que lo repita-: Muchas gracias por la velada. Naima. Mi espíritu lúbrico descansa tranquilo, ante la incertidumbre, sin su contraparte, bajo las mismas sábanas que antes compartimos juntos. Tal como predijo Naima: afuera no llueve más. En el cielo flotan unos cúmulos blancos, pero seguramente no llegarán a aglutinarse, ni mucho menos tiene cariz de chaparrón violento. Pienso en mis adentros, que trato de competir con mi climatóloga de cabecera. A hurtadillas bajaré y me colaré a la calle más al rato: necesito reencontrar mi curso luego de la juerga, llenarme la barriga, escribir sobre mi novela o enviarle algo a Federico para que intente publicarlo. 27sep13 Los centavos están huyendo de mis talegos y debo inventar algo nuevo, algo que engarce a quienes echan un ojo a lo mío. Es triste ver tan sólo el rosquete húmedo y menguante, de alguien que estuve en el otro extremo de mi cama; es triste saber que ese espacio ahora permanece intacto, vacío. Mirar hacia el cortinero de la regadera y no encontrar colgando la intimidad de Naima; es triste barajar solamente retazos de ella, dudosas corazonadas, figuras dibujadas en la intemperie, sonrisas bajo el confort del agua cálida de la ducha, abrazos con la piel desnuda y mojada –la de ella, la m.ia-, y luego no recordar más nada. Sobre mi computadora portátil, ordenados por los bordes, yacen los discos que escuchamos ayer, o antier, o antes de antier, Naima y yo. Tal vez sea como dice ella: este es un camino, por el que hemos pasado tantas veces. Tengo tantas burbujas en la cabeza, que no alcanzo a clarificar los hechos –tal vez sea una cerrazón a mi conveniencia-. Lo otrora escuchado: Sade Adu, Gladys Knight, Bassa, India Aire, Tania Mara, Aretha Franklin, Beyonce, Dido, Norah Jones: siempre son una buena opción para escuchar y convocar el vaivén típico de su cadera. ¿Por qué será que siempre llega el morbo hasta conmigo formando dúos: Norah e Irasema, Sade y Naima, Tamara y Gladys, Dido y Levana, Beyonce y Jade, India y Marla, Isabelle y Marlene. En breve, antes de sortear la música a escuchar, mientras espero contemplando el vapor del agua que escala disperso: viene a la memoria la época dorada, cuando Tamara o Irasema cantaban con su voz melódica las canciones de Norah –ellas nunca estuvieron juntas conmigo: primero fueron rivales, después amigas y confidentes-. Yo celebré en su momento cada peripecia de ellas, cada solfeo, mientras repartíamos expertas caricias de manera equitativa. Después, pasado el tiempo, me pregunto si ese haya sido el motivo real por qué me enamoré de ellas. Me parece que cada una de ellas mantiene incrustados pedacitos de mis insustituibles musas. En tanto tomo mi baño reparador: acicalo el cuerpo, reviso mis esquinas tratando de encontrar los rastros de alguien, el trasiego de algún amor, las huellas imborrables de algún olvido. Hay quienes, dentro del corazón, mantiene en filigrana sus nombres tatuados. Me llega el impulso soez, de llamar a Naima o Levana, para juguetear bajo el agua –como los buenos amigos que somos-. Mi piel se eriza erotizada. Cuando reviso a detalle mis toscas manos, en ellas no encuentro vínculos de desastres. Es como si hubiera cambiado de epidermis, y que esa mutación también me hubiera eximido de toda probabilidad sanguinolenta, de algún tropiezo inconsciente, de alguna involuntaria violencia. El alcohol y las pastillas a veces también funcionan como el especial bloqueador, o el anhelado borrador de mi memoria, o como el idóneo corrector para modificar mi historia. he convertido en una usanza, el apilar mensajes de Naima y Levana. En especial de Naima, que son extensos, emotivos. Su mensaje es tan explicito, que logro seguirle el paso a cada unos de sus fantasmas. Acaparador, he colocado mi ropa mojada en el lugar que antes le perteneció a Naima. Tal vez en otro momento también haya compartido ese territorio, con Levana, Jade, Isabelle, o las demás chicas. No quiero forzarme ahora. Simplemente: no lo recuerdo. En el caso de mi Marlene todo era distinto: compartíamos piso, compartíamos aire, compartíamos cama, y de pasada compartíamos la cómoda. Ella tenía asignados los cajones de la derecha, yo los de la izquierda. En general: era ropa para pasar juntos la madrugada, camisones casi siempre más altos que las rodillas, y ciertas miniaturas que era un gusto observarle puestas mientras aderezábamos el festejo. El tocadiscos gira y gira, como si instara a acomodar las ideas para vaciarlas en el borrador para mi novela. La llarga nit de l´hivern / s´ha encés quan de sotama Escucho y balbuceo revisando sin ahincarme en el luminoso horizonte sobre los tejados. Es una de las canciones preferidas de Levana. A mí me parece extraño que le haya gustado desde el primer momento. A Naima también le agrada. No sé si por imitación o por decisión propia. El caso es que, cuando la escucho: ambas vienen a mí, como si en verdad se apersonaran. a Naima le parece poco más tierna la parte de: Nascuda contra current / desafiant les geladas / i plantant-li cara al vent. Yo les enseñé a desmenuzarla. Ellas vienen con calma a mi memoria. Tengo preparados –en tentativa-, algunos párrafos que quiero incluirle a inconclusa novela. Al final viene la parte que entristece a Levana: Amb una petita i breu / talment la flor del teus llavis / rosa roja de ládeu. Yo tomo un manojo de papeles, cosas que he incluido a lo que tengo en pantalla. Es el último borrador a la mano. Algo que pretendo lidiar con Malaquías o Malek. Poner el pecho de frente para recibir sus críticas. Echo la doble llave acostumbrada a la puerta y me dirijo al fondo del pasillo, donde la nueva bombilla ilumina las mismas flores plásticas, sin vida, que permanecen indemnes, sobre el borde de las lúgubres escaleras.