Destino final: Marruecos

05.10.2013 23:00

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He acomodado todo en el lugar que según yo, de origen le pertenece: las botellas ya vacías, las antiguas copas –sin lápiz labial en ellas, las otras ya las he desechado-, recortes de noticias, hojas con rayones que he dejado por ahí, mi sombrero en el perchero improvisado al reverso de la puerta, uno de los frascos de pastillas –tan repleta, tengo duda si se le habrá caído-. Así: en cueros, me levanto y llamo a su habitación: una, dos, tres y hasta cuatro timbres, pero nadie responde. Soy un grafiti en carne y hueso, parado en el enmarcado de la ventana: la vecina de enfrente, en la estancia de Perla Madre, ya no se asoma. En este lado del mundo, la vida pasa como una barcaza que apenas toca tierra, apenas se apea uno en el puerto y enseguida vuelve a llevárselo la marea. La vida sin embargo, es una ola que ya no regresa, solamente queda la arena acaudalando ausencias. Con resaca y todo, enfundado en la vergüenza: ahora tengo la velada intención de agradecer a Naima –o en su defecto: a Levana si acaso contesta-, todo lo que ha hecho por mí durante la madrugada. Las estrazas que conforman mis cortinas, ahora ondean como si una maravilla las agitara. Mientras espero otra chance para llamarlas, me da por pensar que este pequeño espacio, este territorio, fuera mi patria; como si los remiendos enarbolando asemejaran la bandera de mi patria; de la minúscula idea que tengo sobre la patria. A la vista de todos, se pliegan y despliegan, indolentes, mofándose de mis conceptos tan ordinarios: ellas siguen en lo suyo, ayudadas por un viento de cambio, ahora que he abierto de par en par las puertas corredizas. El viento entra a empellones, abriendo fisura entre mi vacío tan viciado; corretea libre como una jauría en celo; amañado rodea mi cuerpo cubierto ahora con trusas –no hubo nadie a quien presumir mi lívido-. En oleadas suaves, el viento cruza sin obstáculo, y siento cómo me acaricia mientras pasa. Naima no acude a mi llamado. En tanto el viento invade todos los rincones, sin guías ni orden: contemplo la foto donde estoy con Marlene allá en Mérida. Esa antigua alegría. Me parece extraño: estaba seguro haberlas dejado como separadores  de unos de mis libros –ya no recuerdo cual-. Ambas amanecieron sobre la mesita que obstinado he transformado en mi secreter a pulso. En un par de horas será tiempo para comer, y mi estomago va moviendo sus manecillas. Insisto y tomo el teléfono para marcarles –me urge planear lo de nuestro viaje-: mis dedos marcan una extensión de cuatro dígitos casi de memoria. Nuevamente el timbre percute en mi oído, mientras yo me entretengo mesándome el cabello, revisando la piel descolorida de mis piernas, pensando con los codos clavados sobre las rodillas, desmenuzando mi enigma, recorriendo con mis palmas los picos de mi crecida barba. Alguien acude y contesta con evidente desánimo. La voz se escucha golpeada, por lo que no alcanzo a ubicar bien quién está en el otro extremo. Después del lapsus descarto todas las dudas: tengo la convicción que es Naima. Apenada se disculpa por haber perdido la paciencia. Es que, de pronto me he quedado dormida –explica modorra-. Estaba recostada sobre la cama, pensando –agrega con cierta parsimonia, pienso que se estira-. Ya me había cansado de tanta almohada. Te digo que estaba revisando los quehaceres de hoy, son pocos pero hay que hacerlos: por eso no he podido contestarte antes. –Naima insiste-: Discúlpa la tardanza. –Su segunda disculpa ya no es violenta, y se lo agradezco con un simple “gracias”. A mi pesar asimilo su dificultad para hilar las palabras. Deja constancia de un leve bostezo-. No te preocupes. Al fin que no he sido yo quien llamó antes –le miento con maestría, y mientras ella se silencia yo continuo-: Lo que pasa es que, estoy confundido ¿sabes?, No sé si ha sido una idea mía o has estado aquí: me ha vencido el cansancio y no he podido siquiera agradecerte. Te llamo por eso, y para ponernos de acuerdo para poder mirarnos, platicar, planear cosas. Así pasa a veces –me dice-. Yo creo que alucinas Baruch. Sonríe simpática. Puedo jurar que la vi a ella. Por un breve momento su voz tímida suena a sorna, después rectifica; yo la imagino turbada como es su costumbre. Ella hace otra pausa, luego rectifica y me asegura: No he sido yo solamente: he acompañado a Levana. Te embromaba, sondeándote, a ver qué decías. ¿En serio no lo recuerdas lo de anoche?. Temo declararle que mi memoria es un callejón a oscuras, donde las mismas sombras se soslayan de mi acoso. Naima se muestra más astuta, más despierta que yo. Baruch: me preocupa que no recuerdes nada. Me complico la vida pensando que fue un error haberle llamado para aclarar mis dudas. En contraparte ella simplemente sonríe nerviosa, y eso me baja la guardia. Para entonces no atino qué más hacer. Ahora no tengo preguntas. Lo poco que queda de la mañana se respira en calma. El cielo mantiene poro a poro su gris cerrado. No llueve, sólo hay amagos. Eso torna el barrio en un inmenso sauna. El vapor se cuela entre la ropa. No me atrevería a salir justo al mediodía. Le comento mis observaciones, como si en verdad fuese un  meteorólogo experimentado, que mirando por la ventana adivinara lo que sucedería horas más tarde. Ella sonríe coincidiendo conmigo. Creo que ni siquiera intuye que he sacado el tema como un simple rompe hielo. Naima ya no parece soñolienta. Atajando el tema me expone su punto de vista: ¿quién lo dijera? –dice-. Escuchaba que anuncian lluvia nuevamente. Ya sabes cómo se pone durante todos estos meses –concluye, conocedora, experta-.Creo que yo me desligo un poco del tema. Lo usé como una puerta a la mano. Mientras ella habla yo continúo apilando dudas. Mientras ella dictamina sobre el posible temporal, yo escribo las mismas dudas que le he dicho sobre un trozo de papel. A veces la vida se hace estrecha, pesada; pasa por un reducto, pero luego del túnel: resulta que ya no encuentra más vía. Tengo las conclusiones atoradas en torno de la nuca; la saliva se estanca voluntariosa y  pastosa. En cuanto cuelgue tendré que buscar al menos un par de aspirinas para aligerar un poco esta jaqueca. ¿Será la ruinosa resaca? Baruch: ¿estás ahí? ¿te has quedado dormido otra vez? –graciosamente pregunta ella-. No. ¿Cómo vas a creer? Lo que pasa es que hago unas notas –le digo, aunque acomodando las letras busco un atajo para aclarar lo sucedido-.nada –le digo-. Que pensaba que yo quería agradecerte, correspondiendo con alguna comida: aquí cerca, o donde tú quieras. Pensaba que: si no hubieras sido tú, o Levana, quien hubiera venido a mi cuarto, entonces pudiera estar “frito”. Ella calla. Me venció el cansancio. Me he quedado dormido en mi silla, mirando la noche, escuchando la nada en el balcón, y no me explicaba cómo sucediera que despertara en la cama, bien cubierto, descalzo, sin nada puesto… ¿Entiendes? Ese no es el meollo del asunto: la cosa es que casi no recuerdo nada: sólo algunos flashazos, y tu cara, como nimbada. Naima sonríe burlona y me aclara: Oye Baruch: poco a poco me estoy acostumbrando a mirarte en paños. Sus desplantes de pilmama me provocan vergüenza. Tenme confianza  me pide-.Si necesitas ayuda: me hablas y ya está. Siendo testarudo continúo, necio con el mismo tema (el acumulado licor está haciendo estragos sobre mis neuronas, es evidente): Pensando en lo de la otra vez, supe que habrías sido tú. Por eso es que llamé para agradecértelo. ¿Por qué será que en mi beodez termino repitiendo las mismas cosas? Ella deja al vuelo una breve carcajada. Te digo que no he sido yo solamente –miente, de eso creo estar convencido-. Yo sólo he ayudado a Levana. ¿Sabías que durante la noche ella ha regresado? Creo que no: pero te lo aclaro. Ella entiende mi mutismo y continúa: Tan pronto llegó Levana me pidió acompañarla. Ella venía con la inquebrantable idea de venir a saludarte. Creo que traía noticias buenas. No quiero darte falsa información: mejor esperemos que ella te lo diga. Ni siquiera fue capaz de preguntar a fondo cómo la había pasado en estos días. ¡Anda! –me dijo-. Tú que sabes cómo se ha comportado este pillo últimamente, quiero que te vea primero: quiero darle la sorpresa. Los tres haremos un brindis de bienvenida.  ¡Ponte algo encima! No vas a salir de modelo acá ¿no? Te digo que solamente tú estabas en mente. Tal vez para no verse mal, me echaba a mí la culpa –Naima me daba detalles, yo los desgranaba, los metía a una ánfora de cristal para analizarlos luego-. Tú también lo aprecias –me urgió a venir, casi empujándome-. Tú mismo nos has abierto la puerta –igual que la vez anterior-. ¿Aún no lo recuerdas? Estabas mal. Eso saltaba a simple vista. Había evidencia de botellas y pastillas, por lo que yo armé mi rompecabezas, pensando cual era el posible origen de tu compostura. Al momento no te dijimos nada, pero: creo que estás a buen tiempo de olvidar tu pasado, lo que hayas vivido, pensar un poco en ti, pero también en nosotras. No vaya a llegar un mal día. No quiero ni pensarlo -dijo tocando madera-. Todavía  desconociendo nos saludaste vocinglero, cariñoso, eufórico. La balanza se inclinó siempre del lado de ella. Yo también recibí mi parte –deja escuchar su risita picara- no creas que no. Todo el resto, no hay necesidad de mencionarlo: tú mismo ya lo sabes: Ha sido Levana quien se quedó junto a ti toda la noche, bajo la luna. ¿Cómo ha sido eso, si yo solamente alcancé a ver a Naima? –No quiero decirlo, de modo que ella continua tan explícita, dueña de mi silencio-. Hasta sentí celos ¿sabes? Eso creo que no debiera ser. A Levana le dio un gusto inmenso verte. A mí también, pero ella era quien llegaba de lejos. Contrariamente nos dio rabia mirarte en ese estado. Ella dijo que se lamentaba haberte dejado solo durante tanto tiempo, que yo no podía contigo, que ya me habías tomado la medida, y que había sido necesario irse. Eso es lo que recuerdo. Yo también me sentía atarantada por tanta cosa. Te quitamos la ropa como si fuera una cáscara. –Ella ríe y aclara, sin morbo-: Te digo que ya estoy tomando experiencia. Ahora salió a alguna parte –no me lo ha dicho-. Tú no te preocupes, aunque ella me sienta inútil: yo siempre estoy para ayudarte. Sus palabras me consuelan por ambas cosas: por el regreso de Levana, por la mano tendida de Naima. Aún con todo eso: me quedo envuelto en mi mundo de dudas. Todo esto suena absurdo. Yo no quiero complicarlo  con mis cuestionamientos. Yo creí ver el ángel de Naima cobijándome, acomodándome el confort, quitando las espinas del camino. Poco antes de terminar la llamada quedamos de acuerdo para vernos más tarde, justo a la salida del Toscana. No quiero investigar de qué humor vayan a estar Malek, o si Malaquías quiera darme consejos sobre cómo engatusar a las mujeres. Definitivamente hoy no estoy como para engañarlo haciendo notas, escribir notas para jugar al escolapio, y hacerle creer que me importan sus métodos de conquista. Mi atención hacia él es menor formulismo. Bajo tal amenaza, en vez  de escabullirme evadiendo su saludo: prefiero que nos veamos afuera. Me quemaré un rubio mientras tanto. Tengo grumos de ideas entre la cabeza. Los grumos se conforman con rastrojos de pasado, días en comunión, lugares distintos, pedazos de mujeres, los ventanales del Toscana, con figuras distintas, encendiéndose cada luz como puntos incandescentes de dominó; los grumos van tomando forma mientras agrupan nombres, yo miro desfiles de letras sobre mis apuntes, Nada está claro. No entiendo nada. La vecina de enfrente –en la pensión de Perla Madre-, me mira esta vez sin evasivas. A pesar de mi miopía sé bien que me sonríe. Brincando sus propias vallas me ondea la mano en saludo, mientras yo contemplo el cielo encapotado y acomodo mis macetas de tulipanes y hortensias sobre una orilla, cerca de mi baranda, para que tomen aire fresco. Naima es una sabia: el cielo anuncia posibilidad de lluvia. Ya veré si la tarde de nostalgia me estimula a poder escribir algo. Quizás sea un colofón de maravilla. Un día me decía Levana, que debería escribir algo sobre ella: sobre su travesía, sobre sus veinticinco años de vida, sobre su soledad sin dueño, sobre su sueño de tener un hijo con alguien que la quiera, sobre su visión y su deseo de darle vuelta a la página del pasado mientras recorre en auto la ciudad, el país, el mundo entero, para llegar hasta el Faro de Alejandría. Hasta el faro del fin del mundo, aunque no sepa si ese faro esté sobre la orilla final. ¿Pero: cómo hasta allá? ¿Por qué no algo más a la mano? Su respuesta estuvo llena de filosofía, me dijo: No sé. Simplemente no sé. Quizás porque siento que allá está la vida. Yo no le dije nada, pero durante la noche quedé investigando en la red cuál sería una buena ruta. Ahondé en esa fantasía durante la madrugada, y me mecí con ese sueño: el Faro de Alejandría. Elevando mi mano me despido de mi eventual vecina. Mis flores están a buen resguardo. Son mis particulares trozos de alegría. El cielo está encapotado: puede que llueva más tarde. Dejo mi puerta corrediza abierta de par en par. Las estrazas al vuelo confiesan que la vida corretea hacia mi habitación en desequilibrada estampida. Los cuellos largos y firmes, la altivez de mis tulipanes, su tenacidad sin resentir las heladas, mira proteccionista a mis hortensias. Yo las miro parado a través del cristal. Pienso que eso jaspea, que eso produce chispas, en el contrastante vaivén de mi alegría.