Cuento: El necio infortunio.

07.07.2013 14:42

El necio infortunio.

 

Te sorprenderás que ya no esté solo. Tampoco soy necio como en otros tiempos: las cosas han cambiado y yo paso por un periodo puramente reflexivo en mi vida. A veces me pregunto a mí mismo: ¿cómo no tomé esta decisión tiempo atrás? Pero, nada que hacer. Eso ya es pasado. Uno no puede escarbar en el pasado tratando de revivirlo.

Antes te escribía contándote mi desolación y mi necio infortunio, pero ahora que pienso en todos esos desfalcos puedo, ya no escribírtelo sino mejor decírtelo de frente o hablártelo por teléfono. No creas: hasta me da pereza remontar en el pasado y enumerar los innumerables desfalcos. He cambiado. Ahora, las musas pasadas viven simplemente adosas a las paredes del olvido.

Seguro pensarás que soy un descortés, que ni siquiera por respeto pregunto cómo has estado. Pero sinceramente te lo digo, en son de paz, de buenos amigos: ni he pensado en preguntarte eso. Has de cuenta que me preocupara a medias, porque sé de sobra que la suerte siempre ha estado de tu lado, va contigo codo a codo como una aliada en tu destino. Sin embargo de sobra sabemos que las malas rachas fueron algo casi permanente para mí. Aunque te repito que no quisiera aparcarme en mi infortunio. Siempre presente y en fila preferente, vigilando mis pasos y analizando el augurio de las cosas.

Ya recordarás que por ejemplo en la escuela me partieron el corazón las compañeritas más lindas, a ti te adoraban como Adonis. Los compañeros más brabucones me partieron a golpes la cara por hacerles ronda a sus chicas, a ti te mostraban respeto por la corpulencia. No pasó a mayores nada de eso. Con el tiempo me convertí –a mi pesar- en confidente de las buenas y los malos. Ya sabes: si no puedes con el enemigo, únetele.

Por otro lado: ¿te acuerdas cuando salíamos en parejas tú y yo? ¿Cuando nos íbamos los cuatro, sin importar quienes fueran ellas, en mi carro aquel del setenta? Tú siempre en la comodidad del asiento trasero: estratégico, aprovechando el desvelo. Pero nosotros: ahí enfrente, solamente escuchando ruidos extraños. Qué envidia. Si después te pedía cambio de asiento para mí y mi pareja, me salías con la bobada de que no sabías manejar. ¡Qué falso, caramba! Por eso estuve a gusto aquella ocasión que nos refundieron a los cuatro en chirona. Solamente aquella chica que formaba el mal quinto quedó fuera. ¿Te acuerdas?

¡Claro que te acuerdas! Yo también cómo no me voy a acordar. Lo que sufrimos para conseguir los miles de pesos para que nos dejaran salir. Fue un momento en el que no se macaron diferencias entre tu buena suerte y mis romances aciagos. Si te soy franco: esos son y serán momentos imborrables, por eso los recupero y te los menciono.

Recuerdo además que siempre te quedabas con la que tenía más suave la piel, mejores facciones y sobretodo mejor distribuida la carne. Jajaja. Ya no me incomoda eso te digo. Como aquella vez que me conseguiste a mí aquella gorda, machorra, brava, abalanzada. ¿Recuerdas que se paso la noche hostigándome, tratando de abrazarme y yo huyéndole a su tosca mano buscando la bragueta del pantalón bajo la mesa? Jajaja

¡Claro que te acuerdas! Yo te comenté luego. Ya me tenía bien harto. A la vez estaba bien encabronado contigo ya que tú te burlabas con señas hacia nosotros mientras te hundías entre el cuello y el pecho de tu fémina, luego me mostrabas con sarcasmo como le agarrabas las nalgas a placer con ambas manos. Si acaso era algún códice entre nosotros en verdad que no lo quise entender. Estuve disimulando para no verte.

No estoy seguro si te lo dije antes o no, pero esa noche, después de las cervezas que ya me tenían medio dopado dije: «Bueno, total, si compramos una botella de vodka, cierro los ojos y que sea lo que la machorra quiera». Qué bueno que llegó su hermana a rescatar a la bodoque, porque sin saberlo hizo la noble función de rescatarme también a mí.

Bueno, no pasa nada. Te festejo en verdad. Es cierto que a veces eras tú quien hacía el “conecte” con ellas, pero la mayoría fue resultado de momentos de inspiración que se me dieron o lapsus de arrojo que inusualmente tuve. Todos esos encuentros a la postre dieron sus largas noches de erotismo como resultado. Valió la pena cederte el paso, porque de cualquier manera –yo lo sé cabalmente y tú solamente lo presientes-, después ellas también terminaron conmigo. En esos momentos era cuando sin buscarlo cambiaba mi mala suerte.

Venían –según ellas- con la intención que yo les resolviera sus vidas tan dramáticas, su soledad estando a tu lado, que ya no querían ser tus juguetes. En mi intento por socorrerlas y calmarlas y hasta de hablarles bien de ti, en un cerrar y abrir de ojos de pronto me sorprendía yo mismo, teniéndolas sobre mis piernas, sin paños, como Dios las mandó a la vida, en mi cama, pronunciando mi nombre, yo sacrificándome sanando sus cicatrices y obviamente, tú pasabas a segunda plaza. No te creas: ahora ya no tengo tanta suerte. A ellas no les funcionó la coartada, a ti no te dieron celos, yo terminé escribiendo sus nombres y detalles en mi anecdotario.

Te digo que todas esas musas quedaron ordenadamente colocadas en el baúl de los recuerdos. No porque yo quisiera, sino más bien porque tú las ahuyentabas. Además, desde que subieron los dígitos a tu fortuna y decidiste irte para otra parte, pues por consiguiente se destruyó la complicidad y la sociedad que manteníamos en secreto. Debo agradecerte aquellos tiempos ya que la cosecha estando yo en solitario no fue tan buena como antes.

Veía con cierto recelo tu despunte mientras que yo titubeaba, alzaba el vuelo alto y luego caía al suelo. Tú sabes. Pero bueno. ¡Ya basta! me dije a mí mismo un día. ¡Esto tiene que cambiar!

Me dediqué a analizar mis pasos, sacar cuentas con los dedos, revisar una y otra vez cual pudiera ser tu secreto. Me presenté –por decir de una manera-, de polizón en las fiestas donde ni siquiera me conocían, como lo hacíamos antaño, para ver si mi suerte cambiaba un poco. Nada. Recorrí el selecto y la barriada.

Hasta que en equis ocasión que me había puesto a beber a morro en una cantina de arrabal –dicho sea de paso: ahí si pagué la entrada, porque no quería que estando tan viejo nuevamente me partieran el alma y escupiera los dientes-. Hurgaba entre las luces y la humareda de aquel sitio, calculaba quien sería una buena moza para cuidarme a esta edad sin meterme en tantas complicaciones. Sobre todo pensando que mientras tuviera algo de cabello y el abdomen no tan abultado todavía podría ponerme a seleccionar alguien que no estuviese ya tan seleccionada.

Fue tan imprevisto todo que de pronto ya tenía a una chica a mi lado –digamos que de unos veintidós y buena pinta, así como antes las engarzábamos-. ¡Tan tonto! Yo que pensaba que la dicha no vendría. Después de algún intercambio de ideas sobrepasadas y direcciones más bien falsas, con piropos de lujo y arrumacos varios, sólo para confirmar mi grado de borrachera: tratando de desprenderme de la magia abrí tamaños ojotes, parpadeé un tanto, sorpresivamente estábamos abrazados, cara a acara y festejando con algunos cruzados.

Yo mira: muerto de suerte y de alegría. Ella: ojos cristalinos, luminosos, la candidez de su rostro, su cuerpo espigado lujosamente amasado como diosa de arcilla. Su escote me dejaba entrever que pasaríamos una noche de maravilla y ni qué decir de su faldita tan minúscula que mostraba la rigidez de sus piernas finamente torneadas.

Ya sabrás que después de unas horas, más o menos unos diez y tantos o veintitantos copetines, yo estaba mucho más que dispuesto, a pesar que el suelo se me movía como la cola de un sismo. Pero hombre: yo ya había hecho planes pensando en el abra de sus senos y en la ranura de su alcancía. Miraba que su mirada de lujuria ya no era fortuita. Al menos eso era lo que mi pensamiento alimentaba al verla pasarse la lengua sobre sus labios y luego con disimulo posarlos sobre el borde de su copa. Uff.

Cuando lo recuerdo como ahora se me aglutina la sangre y se me alborota la piel. ¿Para qué quieres? Pero no pretendo entrar en los detalles del erotismo con que recibimos a esa madrugada. Lo que sí: esa noche cambió mi suerte para siempre. Como que los otros habían sido simples conatos de gracia. Esto era algo mucho más estable. A partir de ese encuentro -con plácemes- recibimos un montón de veces el bostezo del alba, obvio: juntos y luego de habernos saciado la sed sin mesura.

Al principio nuestros encuentros eran coronados con manojitos de brindis elevando las copas, entrelazando nuestros brazos, haciendo “cruzados” en un brindis, como antes. Después nos hacíamos nudo en un sólo cuerpo de un modo sin edición previa. Yo que no era un bebedor consuetudinario, pues ya sabrás que empecé con mis arrepentimientos cada vez que ella se iba y luego me pasaba un rato volviendo las tripas en el toilette. Bajo un análisis concienzudo sobre el futuro –mirándome con egoísmo solo en el camino-, movido también por las circunstancias que vivía, me vi empujado a cambiar mis hábitos de modo  gradual y a escondidas.

Cuando festejábamos me sentía traidor ante su brindis pero ni modo. Escondía las botellas. Fui tomando menos hasta volverme casi abstemio y me dediqué a enredarme un poco más en el sexo con ella, movido por el afán de que por completo se quedara conmigo. Como estrategia funcionó y hasta me decía: «¡Cabrón! Eres el placebo para que no me corte las venas». Después de esos incidentes triunfales, yo pavoneando y ella visiblemente satisfecha, encendíamos un rubio y lo disfrutábamos, mirando solamente la puntilla roja de ése cada vez que dábamos otra bocanada de humo.

Con el tiempo comencé a toser y cada vez que ella quería fumar conmigo yo le recordaba cómo el médico ya me lo había prohibido. Bueno. Ya casi no tomábamos ya que yo le hablaba de datos médicos y ella se dormía, pudriéndose de lo aburrida. No pasa nada. Ella a sus cosas yo a las mías. Yo esperándola en las noches, pendiente tras la mirilla, ella volviendo a veces temprano, otras cayendo rendida en mi cama, yo ansioso, ella nada de nada, yo sin reclamo.

Tomando en cuenta su presencia diaria, el infortunio había sido como una ola que se alejaba lentamente… pero es una realidad que las olas después regresan. Así, las cosas fueron retomando su curso normal en el devenir de los meses, con un equilibrio aparente.

Siempre fue como un acuerdo sin palabras. No había necesidad. Ella sabe que yo la quiero y la espero a su llegada. Yo sé también que ella está a gusto conmigo, por eso vuelve a mi lado cada noche. Acá se recuperará del cansancio. Nunca he querido preguntarle qué tanto me quiere. Somos libres. Desde que iniciamos nuestro pasado en común, jamás me había sentido de esta manera.

Cambiando de tema: te digo eso de las olas del infortunio porque todo estaba bien hasta hace poco. Solamente algo se ha desmejorado en los últimos meses: la luz en mi mirada ya no es la misma. He caido gradualmente en la ceguera. Ya está algo avanzada. Me lo confirmó el médico. Igual que con otras cosas ella lo sabe solamente a medias porque no quiero preocuparla. Ya vendrá algo que encuentre para solucionarlo.

Yo he vivido por ella, en torno a ella, como palomilla alrededor de la farola. Ella, yo lo entiendo: es joven, vive su vida alocada. Es diametralmente activa con respecto a mi vida tan pausada. Ya no la espero tras la mirilla como antes, aunque sí en la cama. Es un paraíso sentir sus manos rescatando mi ánimo y mi nostalgia. No ha habido reclamos nunca, ni siquiera ahora. Nosotros seguimos en las mismas.

Ella a veces no se levanta hasta mediados del día  y con eso de que yo de pronto me quedo rodeado solamente de sombras, pues, mejor me quedo junto a ella, adosado a su cuerpo, tomándole la mano, para encender la llama es cierto, pero además: su  contacto me da seguridad cuando me enfrento a mis desfalcos.

Bueno… no quiero ser cortante: gracias por acordarte de tu amigo. Gracias por la llamada. En verdad agradezco que hayamos recorrido juntos las travesías de antes. Aunque más bien yo haya sido el único que habló, como siempre. Me voy a recostar un rato a su lado. Ella aún me aguarda en la cama. Seguramente desparpajada. Tuvo una madrugada desastrosa, llena de quejidos y de pesadillas. Luego te comento. Háblame el siguiente martes. Ya sabes que aquí me paso en casa. Ella sale desde temprano, de modo que nos ponemos de acuerdo, te espero y charlamos café en mano. Sale. Adiós.

Colgó el teléfono y se quedó pensando un rato mientras recordaba la cara y las vivencias con su amigo. Se puso de pie, se tronó los huesos de la espalda y se quedó un momento erguido para mantener firme el equilibrio. Avanzó tocando las paredes. Eran las ocho y treinta de la mañana pero estaba muy nublado el cielo, aún corridas las persianas, de manera que dentro de su habitación flotaba densa la oscuridad.

Golpeó con un pie el borde de la cama. Se deshizo de las pantuflas y la bata. Abrió las cobijas, acomodó su almohada. La larga cabellera de ella invadía sus territorios. Jaló las cobijas para taparse nuevamente; era un crudo invierno. Se arremolinó hasta hacer contacto con el cuerpo de ella. Su cuerpo estaba tibio; sus nalgas frías no eran extrañeza. El arrojó su primer bostezo preparándose para la siesta junto a ella. Ella permaneció inerte, con sus ojos abiertos y llenos de tristeza, una sobredosis de heroína goteándole en las venas.

FIN.